domingo, 31 de agosto de 2014

Pasaje a la escritura situado en un espacio de ficción del caso Elisabeth von R., de Sigmund Freud.

       
 “En la primavera de 1894 me enteré de que Elisabeth concurriría a un baile, para el cual pude procurarme acceso…”




            Al ingresar al gran salón sonaba de fondo una suave música clásica, que parecía ir al ritmo de los cordiales saludos de bienvenida que la gente se proclamaba una con otra, siempre plasmando en sus caras una sonrisa.
            El lugar era de una dimensión enorme, y el lujo abundaba, como de costumbre, por todas partes. Tras unos leves segundos de embelesamiento, pude distinguir algunos palcos en lo alto, donde supuse que se encontraban los músicos, en quienes a mi entender, siempre recae la responsabilidad de ser el alma de la fiesta.
            Todavía sorprendido por el reflejo de algunas siluetas en el piso dorado, me propuse introducirme un poco más entre la multitud. Luego de compartir superficiales charlas con algunos colegas, y por supuesto una copa de vino, la estética del lugar captó mi atención nuevamente.
La mayoría de los hombres lucían esmóquines oscuros, y eran de un porte extremadamente elegante. Las damas, en vestido largo, como es de esperarse, siempre llevaban la delantera en cuestiones de producción personal y vestuario. Entre curioso y anonadado, dirigí mi mirada hacia las largas cortinas de un color bordó intenso que cubrían las paredes, y entonces la vi: Elisabeth llevaba puesto un vestido rojo que la hacía resplandecer del resto de la gente que la acompañaba, el peinado recogido de forma casual, y el detalle de una discreta flor colorada amarrada a su cabello daban lugar a afirmar que, sin dudas, era una de las damas  más bellas del lugar.
Poniendo mi mayor esfuerzo en no pecar de descortés, me fui acercando de a poco hasta que me encontré cara a cara con la joven, y  cuando pude acaparar su atención nos envolvimos en una simpática conversación. Ambos manifestamos que era de sumo agrado el habernos encontrado allí casualmente (aunque yo bien sabía que ella asistiría aquella noche) y justo cuando aquel acercamiento parecía darse por finalizado, noté un leve cambio en el tono de voz de Elisabeth. Su mirada se tornó seria, y eligiendo con sumo cuidado cada palabra, me dijo que creía que necesitaba comprender algunas de las cosas que le habían sucedido durante su tratamiento conmigo, y cómo era que había pasado de estar casi “muerta en vida”, a encontrarse hoy en pleno estado y forma.
Dudé por unos segundos cuál sería mi respuesta, ya que el bullicio a mi alrededor y el factor sorpresa de la situación no me permitían pensar con claridad. No sabía si era el lugar ni el momento adecuado para exponer las respuestas que me eran exigidas.
Poniéndole fin a mi prolongado silencio, Elisabeth continuó su discurso:
- Verá usted, Doctor, que hoy en día ya no me atormentan aquellas sombras que tan difícil hicieron mi transitar en su momento. Me encuentro estupendamente, incluso me enorgullezco de mi misma al decir que hace ya un tiempo vengo tomando clases de baile, y me siento en plena armonía con mi cuerpo y mente.
Al escuchar estas palabras, no pude evitar regocijarme, y dejé mostrar una leve sonrisa, evidenciando mi alegría (tanto personal como profesional) al ser testigo, una vez más, de lo que yo mismo considero el primer análisis completo de una histeria. Pregunté a Elisabeth de qué índole eran las respuestas que ella buscaba, esforzándome por salir de la nebulosa en la que me encontraba, y tomando una actitud un poco más seria. Tras su respuesta, comprendí entonces que ella necesitaba saber qué era lo que le había sucedido, y por qué; pues eran evidentes en sus ojos las ansias de curiosidad y conocimiento. No me pareció inadecuado, entonces, brindar a la muchacha ciertas explicaciones que contribuyeran a que, finalmente, pueda cerrar aquel capítulo de su vida y encontrar lo que yo llamo “paz interior” en relación al pasado. Para esto, era necesario explicárselo usando términos que estuvieran a su alcance, de modo que ella pudiera finalmente asimilar y comprender aquel proceso del que había sido protagonista.
En el mismo momento en el que mi cabeza comenzó a repasar minuciosos detalles sobre el caso, mi cuerpo comenzó a moverse prácticamente por inercia. Atravesamos una inmensa puerta de vidrio, y al cabo de un minuto nos encontrábamos al aire libre, lejos del bullicio del gran salón, bajo la oscuridad de la noche. Pude juzgar por la música, apenas audible, que comenzaba la hora del gran vals. Así fue como nos sentamos al borde de una monumental fuente de aguas danzantes, miré a Elisabeth a los ojos, y comencé:
- Como bien sabe, usted acudió a mi con 24 años, y el principal motivo de consulta parecían ser aquellos dolores en las piernas, que fastidiaban su caminar. Fatigas, males, y aflicciones estaban a simple vista. Pero déjeme confesarle, que hubo algo que captó mi atención desde aquel principio: su forma indeterminada de describir los dolores, con gran vaguedad e inexactitud. Me resultó evidente, en aquel entonces, gracias a su confuso discurso, que usted era víctima de un arduo trabajo intelectual en su propio interior, y que algo de índole afectivo, quizás penoso, la gobernaba sin que usted se diera cuenta.
Tras una breve pausa, en la que Elisabeth aprovechó para beber un sorbo de vino, me aclaré la garganta, y continué: - Como usted habrá aprendido mediante propia experiencia, sabe bien que cuando hay algo que nos afecta y no lo decimos, esto no muere con nosotros, sino que nos mata poco a poco. – Miré a la joven para ver la expresión en su rostro, y me devolvió un gesto leve de afirmación. Supe así que me comprendía a la perfección, y proseguí: - Comprendí que estaba frente a un caso de histeria. En un psiquismo normal, el montante de afecto, esa energía, ese “interés” sentido por algo u alguien, es siempre derivado y procesado, volcándose así hacia los actos o las ideas. En cambio, en la histeria, toda esta intensidad queda desplazada de la conciencia, fuera de su alcance. Aquí, como es obvio de suponer, nos queda un espacio vacante, vacío, que va a ser llenado por lo que llamamos “síntoma conversivo”. Déjeme aclarar esto: simplemente, se convierte la energía psíquica en somática. Tras haber guardado en un cajón sellado todo aquello traumático, significativo o intenso, para poder usted defenderse, luego aparecen todas estas conductas, fuera de lugar y a destiempo, que usted bien conoce: en su caso particular, dolores en las piernas, fatiga al caminar, y más tarde angustia y aislamiento social.
Demoré algunos segundos en encender un puro, dando lugar a Elisabeth para cuestionarme o realizar cualquier tipo de interrogatorio. Nuevamente, el silencio hizo lo suyo, y me dijo al oído que la joven me entendía correctamente. Además, podía ver en sus ojos y en las expresiones de su rostro cómo ella relacionaba mi explicación con su propio pasado personal.
- Probablemente yo, Sigmund Freud, le deba a usted, aquí a mi lado sentada, el origen de un procedimiento que sin dudas elevé luego a condición de método, y del cual hago uso hoy en día. Me propuse así remover todo este material patógeno, perjudicial, y hacerlo paso a paso. Le propongo que lo pensemos de la siguiente forma, para su mejor entendimiento: ¿Qué haríamos si nos encontramos con una ciudad derrumbada, enterrada? ¿Cómo, y mediante qué acciones, podríamos restaurarla?
- No entiendo por qué, Doctor, se esfuerza usted en realizar semejante comparación. – declaró Elisabeth, con una ligera entonación de hostilidad en su voz.
- ¿Es que no le resulta evidente? Usted, Elisabeth von R., vendría a ser en mi comparación una de las sobrevivientes de esta imaginaria ciudad derrumbada. Al menos, en tales condiciones nos conocimos: estaba usted sepultada entre escombros, cubierta de polvo y cenizas, petrificada, dando prueba del trauma y de lo que allí había sucedido. ¿Y de qué otra forma, que no sea removiendo piedra por piedra, con paciencia, serenidad y perseverancia, podríamos traer de vuelta la luz a la ciudad?
- Quizás ahora entiendo por qué – interrumpió Elisabeth – usted algunas veces ha utilizado en mi el dolor como brújula para guiarse, como si removiera cascotes y restos, para así poder encontrarme bajo una pila de paredes derrumbadas.
- Veo que ahora es capaz de comprenderme con mayor claridad. De todas formas, no creo justo que deba ser yo quien reciba todo el mérito. Siempre supe, desde el principio, que era su esperanza de sanar lo que la movería a usted a revelar todo aquello que ha sido revelado, y alcanzar la cura. No me es fácil confesarle lo siguiente: he tenido, durante su tratamiento, periodos en los que me he encontrado inmerso en grandes incertidumbres e indecisiones, pero dado que la duda es una forma de inteligencia, siempre me permití dar lugar a estas dificultades, confiando en que el tiempo todo lo esclarecería.
Elisabeth me dirigió una delicada sonrisa, lo que me hizo pensar que probablemente había despejado las dudas que la invadían. Habíamos terminado ya nuestras copas de vino, no podía decir con seguridad cuánto tiempo habíamos pasado dialogando, pero supuse que adentro ya deberían estar sirviendo la comida de la cual tan bien me había hablado un colega al llegar. Guiado por el hambre y el repicar de mis entrañas, invité a la joven adentro, pues además ya comenzábamos a sentir frio.
          Llegamos justo a tiempo para la última pieza de vals, y nos dimos el honor de compartirla. Deslizándonos por el gran salón, Elisabeth me preguntó con gran discreción si su interrogatorio me había parecido fuera de lugar. Esforzándome para ponerme a la par de sus dotes de bailarina, le contesté: - Quédese tranquila, querida amiga, entiendo que el placer más noble, en todos los seres humanos, es el júbilo de comprender. Y recuerde siempre lo siguiente: nuestros complejos son, con frecuencia, la fuente de nuestro sufrimiento, pero también la de nuestra fortaleza.


DestructorDeIlusiones

lunes, 25 de agosto de 2014

Culpa

"La invitada no querida
el pariente menos deseado
primera siempre, luego del engaño
devorándolo todo, bocado a bocado. 

Ese pac-man hambriento
ágil y delicado
que parece nunca tener origen
que se nutre del pasado. 

Tiene esa impecable memoria
y esa puta manía
de recordarte en el momento exacto
que la falta de conciencia trae su compañía. 

Dueña de tus actos, tu cuerpo, tu sexo
reina de tus confesiones
y cuando quiere,
la más fuerte de las emociones. 

La hiena temida de la selva, 
la que girando en círculos te observa
y te gruñe a regañadientes.
Es ella, no Dios
la que siempre sabe si mientes."


DestructorDeIlusiones

De dragones y otros rompecabezas

           "Todos convivimos con  partes de nosotros mismos que pueden resultarnos a veces muy extrañas. Las rechazamos, pero sabemos que están ahí, conformando un todo, un cuerpo y una identidad, así como cada estrella forma una galaxia, cada galaxia un universo, cada universo el infinito. Sin embargo, cuando aparecen crudamente ante nuestros ojos, nos convierten en marioneta,  y nos deshacen como a un ovillo de lana.
            Son atributos de los que no estamos orgullosos, cualidades que no deseamos exponer,  a diferencia de aquel niño que se pasea por toda la cuadra mostrando su bicicleta nueva.
            El grano en la nariz de la bruja, el cuello de la jirafa, la trompa del elefante, la panza del borracho del barrio, la nariz de Pinocho. Son todos aquellos puntos débiles que nos ponen en una posición en la que inevitablemente nos encontramos indefensos, desprotegidos, expuestos como un barco en altamar que no encuentra Norte ni Sur.
            Y se convierten en aquel fantasma saltarín, sarcástico, autodestructivo, como aquella semilla que se transformó en hiedra venenosa y se apoderó del jardín trasero. Algunos pocos pueden ponerle nombre a este espectro, lo toman de mascota y a veces llegan a adiestrarlo. Y así, montan al dragón, en lugar de escapar de él. Muchos otros prefieren enfundar la espada y huir hacia aquel bosque húmedo y sombrío, donde el miedo tiene forma de minotauro y te quita la respiración.  
            La mayoría se pierde entre la maleza y los hongos de aquella espesura neblinosa; algunos se convierten fácilmente en víctimas de la tranquilidad y el silencio, debajo de la cornamenta de algún antílope defensor. Pero nunca pueden protegerse del paso del tiempo. El tiempo no se retrasa, ni cae cautivo de distracciones. El tiempo es en la medida que deja de ser: aquella continua aniquilación de sí mismo es su único objetivo, y mientras la eternidad se despliega presa de su propio suicidio, la vida como esclavo del dragón no es más que un puñado de momentos efímeros pasando a un segundo plano negro, minúsculo y desgastado; ráfagas de instantes que quedan velados y se hunden, como el sedimento que se acumula en el fondo del tanque de agua de una vieja casa de campo.
            Puede pasar mucho tiempo hasta que esta ruta se torne insoportable. Hasta que se cansen de vivir en el territorio que el dragón impone de la misma forma que aquel hombrecito prehistórico que, sin saber bien qué hacia, hizo un círculo a su alrededor y balbuceando como un bebé, pronunció por primera vez: - “Esto es mío”.
            Uno, dos, tres, quizás al cabo de mil días comienzan a darse cuenta de que vagar por el bosque no sirve, de que alejarse del dragón no implica su desaparición o su inexistencia, y renegar de él no le quita realidad, ni apaga el fuego que corre por su cuerpo robusto y morado.
            Y caen en las típicas fantasías del derrotado, en las que se convierten en grandes conquistadores. Y empiezan a entender que quizás ellos mismos fueron quienes coronaron al Dragón, le extendieron una alfombra roja en la entrada del castillo y se inclinaron ante él. Lo recibieron con una serenata, un banquete y le mostraron el trono en lo alto de las escaleras. Le dieron oro, poder, fama y la libertad para gobernar su tierra.
            Y recluidos desde aquella casita de madera arriba del sauce más viejo del bosque, decidieron ser testigos de cómo el Dragón lo invadió todo, dejando a su paso nada más que naturaleza muerta, senderos de polvo y atardeceres opacos.
            Lejos, a la distancia, perdidos entre los árboles de color verde zanja, vieron como secó los ríos, espantó a los pájaros y arrasó con el pueblo, mientras ellos mismos no hacían más que apenarse por el grano en la nariz de la bruja, el cuello de la jirafa, la trompa del elefante, la panza del borracho del barrio,  la nariz de Pinocho."

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