“En la primavera de 1894 me enteré de que
Elisabeth concurriría a un baile, para el cual pude procurarme acceso…”
Al ingresar al gran salón
sonaba de fondo una suave música clásica, que parecía ir al ritmo de los
cordiales saludos de bienvenida que la gente se proclamaba una con otra,
siempre plasmando en sus caras una sonrisa.
El lugar era de una dimensión enorme, y el lujo abundaba, como de costumbre, por todas partes. Tras unos leves segundos de embelesamiento, pude distinguir algunos palcos en lo alto, donde supuse que se encontraban los músicos, en quienes a mi entender, siempre recae la responsabilidad de ser el alma de la fiesta.
El lugar era de una dimensión enorme, y el lujo abundaba, como de costumbre, por todas partes. Tras unos leves segundos de embelesamiento, pude distinguir algunos palcos en lo alto, donde supuse que se encontraban los músicos, en quienes a mi entender, siempre recae la responsabilidad de ser el alma de la fiesta.
Todavía sorprendido por el reflejo de algunas siluetas en
el piso dorado, me propuse introducirme un poco más entre la multitud. Luego de
compartir superficiales charlas con algunos colegas, y por supuesto una copa de
vino, la estética del lugar captó mi atención nuevamente.
La
mayoría de los hombres lucían esmóquines oscuros, y eran de un porte
extremadamente elegante. Las damas, en vestido largo, como es de esperarse,
siempre llevaban la delantera en cuestiones de producción personal y vestuario.
Entre curioso y anonadado, dirigí mi mirada hacia las largas cortinas de un
color bordó intenso que cubrían las paredes, y entonces la vi: Elisabeth
llevaba puesto un vestido rojo que la hacía resplandecer del resto de la gente
que la acompañaba, el peinado recogido de forma casual, y el detalle de una
discreta flor colorada amarrada a su cabello daban lugar a afirmar que, sin
dudas, era una de las damas más bellas
del lugar.
Poniendo
mi mayor esfuerzo en no pecar de descortés, me fui acercando de a poco hasta
que me encontré cara a cara con la joven, y
cuando pude acaparar su atención nos envolvimos en una simpática conversación.
Ambos manifestamos que era de sumo agrado el habernos encontrado allí
casualmente (aunque yo bien sabía que ella asistiría aquella noche) y justo
cuando aquel acercamiento parecía darse por finalizado, noté un leve cambio en
el tono de voz de Elisabeth. Su mirada se tornó seria, y eligiendo con sumo
cuidado cada palabra, me dijo que creía que necesitaba comprender algunas de
las cosas que le habían sucedido durante su tratamiento conmigo, y cómo era que
había pasado de estar casi “muerta en vida”, a encontrarse hoy en pleno estado
y forma.
Dudé
por unos segundos cuál sería mi respuesta, ya que el bullicio a mi alrededor y
el factor sorpresa de la situación no me permitían pensar con claridad. No
sabía si era el lugar ni el momento adecuado para exponer las respuestas que me
eran exigidas.
Poniéndole
fin a mi prolongado silencio, Elisabeth continuó su discurso:
-
Verá usted, Doctor, que hoy en día ya no me atormentan aquellas sombras que tan
difícil hicieron mi transitar en su momento. Me encuentro estupendamente,
incluso me enorgullezco de mi misma al decir que hace ya un tiempo vengo
tomando clases de baile, y me siento en plena armonía con mi cuerpo y mente.
Al
escuchar estas palabras, no pude evitar regocijarme, y dejé mostrar una leve
sonrisa, evidenciando mi alegría (tanto personal como profesional) al ser
testigo, una vez más, de lo que yo mismo considero el primer análisis completo
de una histeria. Pregunté a Elisabeth de qué índole eran las respuestas que
ella buscaba, esforzándome por salir de la nebulosa en la que me encontraba, y
tomando una actitud un poco más seria. Tras su respuesta, comprendí entonces
que ella necesitaba saber qué era lo que le había sucedido, y por qué; pues
eran evidentes en sus ojos las ansias de curiosidad y conocimiento. No me
pareció inadecuado, entonces, brindar a la muchacha ciertas explicaciones que
contribuyeran a que, finalmente, pueda cerrar aquel capítulo de su vida y
encontrar lo que yo llamo “paz interior” en relación al pasado. Para esto, era
necesario explicárselo usando términos que estuvieran a su alcance, de modo que
ella pudiera finalmente asimilar y comprender aquel proceso del que había sido
protagonista.
En
el mismo momento en el que mi cabeza comenzó a repasar minuciosos detalles
sobre el caso, mi cuerpo comenzó a moverse prácticamente por inercia.
Atravesamos una inmensa puerta de vidrio, y al cabo de un minuto nos
encontrábamos al aire libre, lejos del bullicio del gran salón, bajo la
oscuridad de la noche. Pude juzgar por la música, apenas audible, que comenzaba
la hora del gran vals. Así fue como nos sentamos al borde de una monumental
fuente de aguas danzantes, miré a Elisabeth a los ojos, y comencé:
-
Como bien sabe, usted acudió a mi con 24 años, y el principal motivo de
consulta parecían ser aquellos dolores en las piernas, que fastidiaban su
caminar. Fatigas, males, y aflicciones estaban a simple vista. Pero déjeme
confesarle, que hubo algo que captó mi atención desde aquel principio: su forma
indeterminada de describir los dolores, con gran vaguedad e inexactitud. Me
resultó evidente, en aquel entonces, gracias a su confuso discurso, que usted
era víctima de un arduo trabajo intelectual en su propio interior, y que algo
de índole afectivo, quizás penoso, la gobernaba sin que usted se diera cuenta.
Tras
una breve pausa, en la que Elisabeth aprovechó para beber un sorbo de vino, me
aclaré la garganta, y continué: - Como usted habrá aprendido mediante propia
experiencia, sabe bien que cuando hay algo que nos afecta y no lo decimos, esto
no muere con nosotros, sino que nos mata poco a poco. – Miré a la joven para
ver la expresión en su rostro, y me devolvió un gesto leve de afirmación. Supe
así que me comprendía a la perfección, y proseguí: - Comprendí que estaba
frente a un caso de histeria. En un psiquismo normal, el montante de afecto,
esa energía, ese “interés” sentido por algo u alguien, es siempre derivado y
procesado, volcándose así hacia los actos o las ideas. En cambio, en la histeria,
toda esta intensidad queda desplazada de la conciencia, fuera de su alcance.
Aquí, como es obvio de suponer, nos queda un espacio vacante, vacío, que va a
ser llenado por lo que llamamos “síntoma conversivo”. Déjeme aclarar esto:
simplemente, se convierte la energía psíquica en somática. Tras haber guardado
en un cajón sellado todo aquello traumático, significativo o intenso, para
poder usted defenderse, luego aparecen todas estas conductas, fuera de lugar y
a destiempo, que usted bien conoce: en su caso particular, dolores en las
piernas, fatiga al caminar, y más tarde angustia y aislamiento social.
Demoré
algunos segundos en encender un puro, dando lugar a Elisabeth para cuestionarme
o realizar cualquier tipo de interrogatorio. Nuevamente, el silencio hizo lo
suyo, y me dijo al oído que la joven me entendía correctamente. Además, podía
ver en sus ojos y en las expresiones de su rostro cómo ella relacionaba mi
explicación con su propio pasado personal.
-
Probablemente yo, Sigmund Freud, le deba a usted, aquí a mi lado sentada, el
origen de un procedimiento que sin dudas elevé luego a condición de método, y
del cual hago uso hoy en día. Me propuse así remover todo este material
patógeno, perjudicial, y hacerlo paso a paso. Le propongo que lo pensemos de la
siguiente forma, para su mejor entendimiento: ¿Qué haríamos si nos encontramos
con una ciudad derrumbada, enterrada? ¿Cómo, y mediante qué acciones, podríamos
restaurarla?
-
No entiendo por qué, Doctor, se esfuerza usted en realizar semejante comparación.
– declaró Elisabeth, con una ligera entonación de hostilidad en su voz.
-
¿Es que no le resulta evidente? Usted, Elisabeth von R., vendría a ser en mi
comparación una de las sobrevivientes de esta imaginaria ciudad derrumbada. Al
menos, en tales condiciones nos conocimos: estaba usted sepultada entre
escombros, cubierta de polvo y cenizas, petrificada, dando prueba del trauma y
de lo que allí había sucedido. ¿Y de qué otra forma, que no sea removiendo
piedra por piedra, con paciencia, serenidad y perseverancia, podríamos traer de
vuelta la luz a la ciudad?
-
Quizás ahora entiendo por qué – interrumpió Elisabeth – usted algunas veces ha
utilizado en mi el dolor como brújula para guiarse, como si removiera cascotes
y restos, para así poder encontrarme bajo una pila de paredes derrumbadas.
-
Veo que ahora es capaz de comprenderme con mayor claridad. De todas formas, no
creo justo que deba ser yo quien reciba todo el mérito. Siempre supe, desde el
principio, que era su esperanza de sanar lo que la movería a usted a revelar
todo aquello que ha sido revelado, y alcanzar la cura. No me es fácil
confesarle lo siguiente: he tenido, durante su tratamiento, periodos en los que
me he encontrado inmerso en grandes incertidumbres e indecisiones, pero dado
que la duda es una forma de inteligencia, siempre me permití dar lugar a estas
dificultades, confiando en que el tiempo todo lo esclarecería.
Elisabeth
me dirigió una delicada sonrisa, lo que me hizo pensar que probablemente había
despejado las dudas que la invadían. Habíamos terminado ya nuestras copas de
vino, no podía decir con seguridad cuánto tiempo habíamos pasado dialogando,
pero supuse que adentro ya deberían estar sirviendo la comida de la cual tan
bien me había hablado un colega al llegar. Guiado por el hambre y el repicar de
mis entrañas, invité a la joven adentro, pues además ya comenzábamos a sentir
frio.
Llegamos justo a tiempo para la última pieza de
vals, y nos dimos el honor de compartirla. Deslizándonos por el gran salón,
Elisabeth me preguntó con gran discreción si su interrogatorio me había
parecido fuera de lugar. Esforzándome para ponerme a la par de sus dotes de
bailarina, le contesté: - Quédese tranquila, querida amiga, entiendo que el
placer más noble, en todos los seres humanos, es el júbilo de comprender. Y
recuerde siempre lo siguiente: nuestros complejos son, con frecuencia, la
fuente de nuestro sufrimiento, pero también la de nuestra fortaleza.
DestructorDeIlusiones